Últimamente en Dublín los nervios están a flor de piel. Para empezar, Brian Cowen, jefe del gobierno conservador, visiblemente con falta de sueño, masculló durante una entrevista una serie de cosas incomprensibles sobre las próximas medidas de austeridad. Aumentan así las dudas sobre su capacidad de gestionar la crisis. Además, prosiguen las especulaciones en los mercados financieros relativas al impago de Irlanda, por la peligrosa mezcla de crisis económica y política.
Hoy, los inversores se abalanzan con valentía sobre la subasta de préstamos del Estado, una bocanada de oxígeno para el gobierno. Pero Dublín debe pagar altos intereses. A los rumores de una posible salida del gobierno de un Cowen claramente agotado se añaden las especulaciones sobre la quiebra de la república insular. El desequilibrio financiero de este miembro de la eurozona pesa sobre la moneda única. Crecen los temores de que Irlanda se convierta en una segunda Grecia. Y esto podría poner en peligro la estabilización y la recuperación en la eurozona.
Aún se desconoce lo que costará al Estado el saneamiento de los bancos afectados, en especial el Anglo Irish Bank, que sólo podrá liquidarse. Esta institución, que apostó a un caballo perdedor con los créditos inmobiliarios, es una ruina de miles de millones. Irlanda ya ha invertido cerca del 20 % del conjunto de su producción de riqueza en garantías y en ayudas al sector financiero. Así, el nuevo endeudamiento el año pasado alcanzó un 14,3 % del producto interior bruto, un triste récord en la eurozona. Y este año, el déficit va a volver a superar con creces el umbral del 3 % impuesto por la UE.
Un mercado de la propiedad yermo
En el núcleo del problema se encuentran las colosales inversiones erróneas de los bancos irlandeses en el mercado inmobiliario. En esta isla, que cuenta con 4,5 millones de habitantes, se alzan decenas de miles de edificios vacíos. Los propietarios irlandeses se lamentan por el peso del alto endeudamiento privado. Éste último representa de media el 175 % de los ingresos disponibles por cada hogar. Es incluso superior al de Estados Unidos, donde esta cifra llega al 145 %.
Pero estos problemas no son sólo internos. Durante mucho tiempo, Bruselas apreció el modelo de crecimiento irlandés, que se basaba en un mercado de capitales por lo general sin regular, unido a las ventajas fiscales sin competencia para los bancos y las empresas.
Las subvenciones de varios miles de millones contribuyeron a reducir las fricciones, como las que se producían entre el desarrollo económico desenfrenado de Dublín y las regiones agrícolas más pobres. Por lo tanto, el tigre celta tan alabado es desde hace unos años portador de un virus temible. Su nombre: el crecimiento a cualquier precio. Posteriormente, la crisis financiera internacional provocó la implosión del proyecto irlandés.
Hoy, Bruselas y los socios de la eurozona señalan con el dedo a Irlanda. Dicen que los irlandeses deben actuar de otro modo y ahorrar con rigurosidad. En realidad, el problema no es sólo irlandés, sino europeo. Va más allá de la disciplina presupuestaria y del cumplimiento de los criterios del Pacto de estabilidad. La eurozona se ha olvidado de desarrollar un modelo económico sólido para los países de su periferia. Dicho modelo debería incluir una política común en materia de fiscalidad empresarial, así como el fin de las subvenciones concedidas a ciegas. De lo contrario, se formarán otras burbujas que sin duda acabarán explotando.