En la primera mañana de la guerra, todo era horror, incredulidad e indignación. No había más palabras para describir la situación. Era como si un misil hubiera impactado en mi idioma y astillara hasta la última palabra. El panorama era desalentador, pero lo que sucedió el 24 de febrero fue peor. Cuando finalmente abrí la boca para hablar, fue para maldecir. Poco después, las palabras malsonantes dieron paso a oraciones en silencio.
Dudo que los defensores más fervientes de la Federación Rusa en Chisináu se esperaran lo que sucedió. Celebraron el Día del ejército soviético la tarde del 23 y luego la guerra el 24, con vodka y proclamando za pobedu[1]. Otros parecían abatidos, tristes y preocupados. Nuestra población es ilusa. Vemos las cosas de forma distinta, nuestras promesas son inexactas y firmes y nuestra ira es hirviente. La pobreza arraigada solo hace que la situación empeore.
La mayoría de refugiados pasaron por Moldavia hacia otros destinos, pero algunos se quedaron. Calculado como porcentaje de nuestra población, hemos acogido a más refugiados que cualquiera de los países de alrededor. Los precios se dispararon, en parte gracias a los especuladores locales, pero también se agudizó el miedo. Los moldavos se paralizaron por miedo y surgió el impulso histórico de huir para salvar nuestras vidas, hacia Iași y más allá.
El 26 de febrero, me animó ver cómo los ciudadanos de a pie se organizaban y comenzaban a recoger artículos de primera necesidad para los refugiados recién llegados, pero el miedo seguía acechando. Quería recoger mis propias cosas, en caso de que tuviera que huir. No estaba orgullosa de mí misma, pero preparé una bolsa con lo esencial para huir antes de llevar los artículos que doné al centro de refugiados. De camino a casa, las noticias confirmaban los trenes diarios a Iași. Le dije a mi madre que esperaríamos un par de días más. No conocíamos a nadie en Iași, pero, si las cosas empeoraban, cogeríamos un tren el lunes.
Deshice esa bolsa con lo esencial el 9 de mayo. Desde entonces y hasta ahora, he leído la lista de armas que necesitan los ucranianos, publicada en Twitter por el consejero presidencial Mihailo Podoleac. He leído sobre el bombardeo estratégico de Rusia, las ciudades arrasadas, casi anexionadas. Puede que haya desecho la bolsa demasiado pronto.
El miedo era y a día de hoy sigue siendo la sensación más palpable. El miedo del pasado ha emergido hasta la superficie del presente y ha estallado. La historia de hambruna, deportación y colectivización forzada se infiltró en la pesadilla viva al ver cómo se desarrollaba la guerra en la pantalla de un teléfono.
Durante los primeros días, la mayoría de noticias eran espeluznantes, pero hubo una imagen que se me quedó grabada. No podía dejar de mirarla. La foto se convirtió en algo icónico para mí. En uno de los puntos de control con la República de Moldavia, una madre y un niño cruzaban la frontera desde Ucrania. El niño llevaba una pequeña maceta en uno de los brazos. Le obligaron a huir de su casa y se llevó la planta. Esta imagen me ayudó a mantenerme a flote, a medida que llegaban sin parar imágenes catastróficas, día y noche.
El mes de marzo de este año fue el treinta aniversario de la intensificación de la guerra de Transnistria. Se declaró el alto el fuego solo tres meses después, pero el conflicto nunca ha dejado de carcomer a la gente. En marzo fue también cuando descubrimos los horribles crímenes en Bucha y por toda Ucrania. La gente en Chisináu comenzó a hablar sobre refugios antiaéreos en Moldavia, si existían o no, en qué estado estaban. La gente empezó a señalar con el dedo.
La editorial Cartier Publishing House anunció que celebraría su “Noche anual de libros abiertos” el 8 de abril. Ofrecían descuentos en libros y la gente se reunió en la librería central, en un sótano, junto al Ministerio del Interior. Todo el mundo habló sobre la barbarie y la guerra. Me di cuenta de que la librería central podría haber sido el mejor refugio contra bombas que teníamos. Con todos esos libros alrededor, cualquiera sentiría menos miedo a morir.
El miedo era y a día de hoy sigue siendo la sensación más palpable. El miedo del pasado ha emergido hasta la superficie del presente y ha estallado
Mamá empezó a pintar en el cuarto de baño. Yo protesté, claro. Le dije que no sabíamos qué iba a suceder, que vivíamos muy cerca de un hospital y una base militar, que la zona era un objetivo potencial, etc. “Solo estoy dándole un aire nuevo. Deja de leer tantas noticias. No te viene bien”. Mi madre hablaba con total calma. Empezó a pintar. Mientras mi madre pintaba, horneé el pan paska[2] y la guerra parecía darnos margen para respirar.
Entonces, la noche del Sábado Santo, acabé llorando y leyendo con rabia sobre cómo hacer cócteles molotov. Ese día había leído acerca del bombardeo de Odesa. Una abuela, una madre y un niño habían muerto en un apartamento. ¡Cristo ha resucitado!
Me marché al campo para la fiesta de Radonitsa[3]. Mi tío Vasile me preguntó cuándo llegaría aquí el caos. Él luchó en 1992 en el Dniéster. Le dije al tío Vasile que no llegaría hasta aquí. Le comenté que las explosiones en Transnistria eran una especie de ensayo de danza. Los separatistas de allí estaban observando para asegurarse de que saltaríamos. No querían perder el control del poder, ni tampoco querían luchar. Para ellos, todo es cuestión de dinero.
“Una pitonisa en Edinet me dijo que moriría en unos meses. Espero morir antes de llegue aquí el caos. Después de la guerra de 1992, estoy hasta aquí” me contestó el tío Vasile. Y levantó la mano para mostrarme hasta dónde llegaba su hartazgo. Intenté calmarle. “La pitonisa solo estaba trabajando”, comenté, “tenía que ganarse su dinero. No seas ingenuo”. El tío Vasile asintió mientras encendía un cigarro, suspiró y se fue a beber. Unas horas después, le escuché gritando en la calle, “¡Besarabia está en llamas! ¡Besarabia está en llamas!”.
Me producía ansiedad el Día de la Victoria, el 9 de mayo. Pero llegó y se fue con sus habituales lazos negros y naranjas, con su arrogancia y brutalidad. Pagaron a personas para que cogieran autobuses y acudieran a la ciudad a las celebraciones. Me recordó a cómo pagaban a las personas para que votaran a ciertos candidatos.
Más gente empezó a hablar sobre donaciones de armas desde el extranjero. Moldavia es un país neutral, pero eso no significa que sea indiferente ante su propia seguridad. Los principales expertos militares y generales de Moldavia seguían repitiendo la misma frase: no hay peligro de que nos invada el ejército ruso.
El mayor peligro al que se enfrentan por ahora los moldavos son los timadores. Algunos llevan lazos negros y naranjas, otros no.
Las deportaciones masivas de moldavos empezaron en junio, hace 81 años. Nos vendría bien recordarlo mientras observamos cómo los ucranianos se ven obligados a huir.
“Tras lo sucedido en Bucha, determinaremos un día especial de recuerdo nacional. Ya no lo olvidaremos. No lo olvidaremos”, escribió hace poco Iuri Andruhovâci en la revista rumana “Dilema Veche”. Espero que los moldavos hagan lo mismo.
Mientras los edificios se derrumbaban en Ucrania y los precios se disparaban en la República de Moldavia, mamá empezó a comprar provisiones. Le dije que nos convendría volver a hacer las maletas.
La gente empezó a comprar todo lo que caía en sus manos. Una pareja de ancianos detrás de mí discutía sobre unos guisantes secos. La mujer apostaba por dejarlos. “Los guisantes tardan más en hervir y el gas es caro. Nos basta con las gachas y los fideos”.
La gente podrá hablar de esta guerra cuando pase un tiempo. Podrá analizarla como es debido. Espero que lo haga con franqueza. De momento, me temo que, inexorablemente, nos iremos acostumbrando más al terror de toda esta situación. En lo que respecta a la pobreza, llevamos ya un tiempo acostumbrados a ella.
Notas
[1] “Por la victoria”, en ruso. El posible origen del símbolo “Z” pintado en los vehículos militares rusos.
[2] Pan que se elabora durante la Pascua, sobre todo en países cristianos ortodoxos.
[3] Una fiesta de origen pagano, que se celebra actualmente el segundo martes de Pascua, cuando la gente visita las tumbas de familiares.
Traducido con el apoyo de la European Cultural Foundation

En asociación con S. Fischer Stiftung
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